martes, 27 de enero de 2009

(Mi) historia (personal) de las ciudades (parte I)

Desde las elevaciones geológicas y la chatura mental de Tandil, la Capital aparecía como “la” meta para mí a mis 18. Me acuerdo de la excitación de vivir en una ciudad donde la gente en la calle no se conocía. Y del asombro de que pudiera haber tantas personas, y todas con caras diferentes. Me parecía que entre semejante multitud lo más normal hubiera sido que se repitiera algún rostro cada tanto.

Por supuesto que el enamoramiento, ese estado de admiración, no duró los trece años que viví ahí. Tuve que encontrar otros motivos, otros anclajes. Lo primero fue la bici. Andar la ciudad como si fuera su dueña: independiente, poderosa, una amazona urbana. Cuando ya estaba nuevamente hastiada del ruido, la mugre, el humo y de muchos porteños… llegó el tango. Que, según dicen, espera por vos. Parece que yo también lo había estado esperando.

Entonces Buenos Aires fue mi lugar en el mundo otra vez. Y el lugar de todos los tangos que bailé. Hay un ritual porteño tanguero que no puede exportarse, que necesita esas calles, esas milongas, esos bares, esos bodegones, no otros. Una experiencia que requiere de poder sentarse a comer una pizza a la madrugada, escuchar una orquesta en la calle, milonguear en las barrancas de Belgrano o en un club de barrio (y en zapatillas).

Y así como el tango me devolvió una experiencia de placer urbano, también me invitó a dejarla y seguir hasta Londres a un porteño que se hace el extranjero (¿quién inventó eso de que el lugar de nacimiento define la nacionalidad?). Pero eso es otra historia, otra ciudad.

sábado, 17 de enero de 2009

Gente como uno

Me tomo el 152 a Olivos (la geografía en este caso no es un detalle menor) y al lado mío, una señora que charla con una piba más joven, sentada atrás. Por el devenir de la conversación, me da la impresión de que se acaban de conocer, tal vez en el mismo colectivo.

Y a medida que la más vieja habla, me voy encontrando con un tipo argentino (uno de los tantos), con un modelo para armar que había olvidado, o querido olvidar. Tanto espanto me empuja a sacar mi libretita y empezar a anotar (en clave para que la vieja no se dé cuenta) algunas de sus máximas. Las comparto con ustedes:

“En los hospitales de la ciudad sólo el 20% de la gente que se atiende son argentinos. El resto son todos chinos, bolivianos, peruanos…”
“Lo que le hicieron a Macri en la Villa 31 fue terrible: ahí viven sesenta mil personas, pero le llevaron cien mil más para que nos los puedan sacar. Si yo fuera Macri, voy con las topadoras”
“Se sabe que el dólar real está a 6 pesos, no a 3”
“Yo no entiendo cómo los chicos que toman paco lo siguen tomando sabiendo el daño que les hace”.

Como verán, en algunos casos no se trata sólo de la actitud reaccionaria por excelencia, sino también de la apoteosis de la ignorancia. Bueno, tal vez la primera no podría existir sino fuera por la ayuda de la segunda. Postales (parciales) argentinas.

lunes, 5 de enero de 2009

Construir, habitar, pensar

Siendo, como soy, una muchacha tandilera (casi un salamín, hija dilecta de ese paisaje western), no pude menos que fascinarme con los edificios de Buenos Aires cuando me tocó dejar el nido matriarcal. El ejercicio de mirar para arriba no existe en las chatas ciudades bonaerenses.

Así que cuando llegué a Londres, imagínense: aluciné con las casas, con los barrios. Esas casitas inglesas, construidas en altura, angostas pero con varios pisos y desniveles, escaleras de madera, puertas con llamador, pisos de pinotea… me sentí dentro de una novela de Jane Austen (tráiganme a Darcy).

No es algo exclusivo de los barrios ricos. Más bien es una cuestión de grados. A esa linda casita se le agregan metros, columnas, jardín… pero la base es la misma para todos: buen gusto, buenos materiales, buena construcción.

Un tiempo después, cuando salí un poco de Falkland Road hacia el mundo exterior, me encontré con unos monoblocks horribles, bastante dispersos por toda la ciudad. Mastodontes de ladrillo visto y ventanitas minúsculas. Muy feos. No podía entender cómo Londres era capaz de semejante muestra de belleza y, a la vez, de esa expresión de lo más podrido.

Me explicaron que fueron hechos después de la guerra, en áreas donde los bombardeos habían destruido todo (recuerdo que ese día, en esa charla, tomé conciencia de que vivía en una ciudad que había experimentado la guerra). Ok, así sí, se comprende que usaran lo más barato para edificar.

Pero me quedo con la duda… ¿podrían haber hecho algo más humanizado? Tal vez no fue una cuestión de plata, sino de pathos. El espíritu deprimido de la posguerra devorándolo todo, hasta la mente de los arquitectos. Sí, me gusta más pensarlo de esta forma.