miércoles, 30 de septiembre de 2009

Colección

Una semana en París movidita y plagada de momentos para coleccionar. En siete días de habitar la Buenos Aires de Europa:

-caminé por salones por los que caminó Juana de Arco (piel de gallina para esta servidora, fetichista de la historia)

-visité una prisión del siglo XI que funcionó hasta 1940 

-mi muy talentosa cuñadita tocó el violín en las ruinas de un castillo, sólo para nosotros (nuevamente piel de gallina)

-anduve en tren por abajo del agua (aunque lo haga cien mil veces, voy a seguir sin poder creerlo)

-en una mansión de la campiña francesa cociné una tarta de ciruelas recién sacadas del árbol

-me pasé una tarde afuera del Pompidou escuchando una chica que tocaba un cuerno gigante

-tomé helado de frambuesa y cedrón

-caminé descalza por una plaza con  agujeritos en el piso de los que sale agua en spray (eso fue en Bordeaux)

-comimos platos típicos after-ramadan

Y volví a Londres valorando la libertad que siento acá para poder ponerme lo que se me da la gana. Ante tanta rigurosa elegancia parisina me dí cuenta que hace rato ya no pienso en los demás cuando me visto. Anoten ahí un porotito para Londres, por favor.

sábado, 20 de junio de 2009

La cuenta, por favor

Hice un paréntesis en mi vegetarianismo y fuimos a comer fish and chips a Covent Garden. Viernes a las 7 de la tarde. Léase: el lugar, hasta las manos. Y nosotras, dos argentinas acostumbradas a darle a la lengua, supusimos que la cosa era como estar en una pizzería de Buenos Aires (o de Rosario).

Y después de deglutir la merluza con papas (ejem…fritas en manteca), estiramos la cervecita a más no poder. Bah, en realidad podíamos más. El que no podía más era el mozo. Iba y venía, todo nervioso ante semejante fenómeno: la sobremesa.

Algo que no existe en Londres, donde la gente espera, se sienta, come y se va. Cuestión que el tipo no lo soportó y nos trajo la cuenta sin haberla pedido (!). Y apenas amagamos a mirarlo para pagar, ya estaba ubicando a otros en nuestra mesa. Sí: te-rri-ble.

Me acuerdo de mis tiempos de adolescente, pobre y bohemia, cuando nos juntábamos en un café y con un cortado aguantábamos toda la noche charlando, escribiendo, dibujando, y al mozo no se le ocurría decir ni mu.

Pero estas tabernas londinenses (y en los restaurantes chinos, y seguro que en otro tipo de locales también) uno no es una persona. Como mucho es una boca (sistema digestivo incluido) y una tarjeta de débito.

Por supuesto que de propina, ni hablar.

domingo, 7 de junio de 2009

Dominguera

Hace rato que quiero contar algo que me pasó hace rato. Por razones que no vienen al caso, tuve que ir un domingo a la mañana a buscar la bici al otro lado de un parque cercano (Regent’s Park, para los que conocen). La cuestión es que no tenía compu para averiguar cómo llegar hasta ahí en bondi (la web del sistema de transporte es de consulta obligada para los londinenses), entonces decidí caminar.

Hay un canal (Regent’s Canal) que atraviesa el parque y que de un lado tiene una veredita otrora para los caballos, ahora para los transeuntes (mientras por el agua pululan las barcazas). Así que ahí iba yo, marcha constante, internándome sin saberlo en un universo paralelo.

El sol brillaba a más no poder, haciendo brillar a su vez el agua verde y toda la vegetación circundante (que en verano es muy tupida, por poco tropical).

Primero me pasó por al lado un grupo de nalgas envueltas en lycra (la lycra también brillaba), a trote firme. Casi como un cardumen de corredores.

El cielo estaba tan azul que me pareció el de Argentina (como todo el mundo sabe, no es el mismo). Me fui acercando a la zona del zoológico (que está metido en el radio del parque) y entonces ya no escuché cuervos (el ave oficial de Londres), sino leones y elefantes.

Bordeé una jaula gigante con unos pájaros que parecían cóndores, aunque dudo que lo fueran realmente.Pasó un tipo al lado mío vestido como Kinski en Fitzcarraldo: inmaculado traje blanco y  sombrero de paja. Creo que llevaba un bastón.

A esa altura la fauna (animal y humana) ya se me hacía muy surrealista y divertida. La frutilla del postre fue un shhhhhhhhhh que escuché surcando el aire como en sistema dolby. Miré a mi izquierda y ví tres patos de cabeza y cuello verdes (esos de los almohadones) en un amerizaje perfectamente sincronizado. A tal punto que los tipos parecían pilotos, no patos.

Salí del canal con la sensación de haber atravesado un portal, o haber despertado de un sueño, o… no sé, la experiencia más dulcemente extraña que se quieran imaginar.



sábado, 9 de mayo de 2009

Leaving the cellar

Bueno, acá estamos. De a poquito los melones se van acomodando, por decir algo acorde a este dia peronista que derrocha sol. Dos meses desde mi aterrizaje en Heathrow (como si todo fuera considerado en referencia al tiempo que paso en Argentina) y lentamente voy saliendo del encierro fritzeliano (un nuevo término que acuñamos en referencia al "monstruo de Amstetten").

Entonces pienso que Londres no está taaaaan mal. Que depende que cómo uno se sienta, de lo que haga, de la gente que ve (y del clima, por supu). Creo que puede ser la peor ciudad para vivir si uno no está bien porque la desconexión emocional es grande.

No es fácil encontrar el sentido de comunidad, de contención, de lazo social acá. No está dado, como en Argentina. En Londres hay que tomarse el trabajo, hay que construirlo. Después resulta que hay mucha gente buscando lo mismo y la cosa fluye. Pero hay un hielo por romper. Conclusión: ahora estoy metida en quinientas cosas, y más contenta también.

jueves, 30 de abril de 2009

Resumen

En este casi mes y medio de no escribir, Londres y yo hemos tenido un reencuentro, cómo decir... intenso. Un breve resumen debería incluir:

- Que entraron a afanar a casa y se llevaron compu y cámara de mi propiedad. La culpa la tuvo mi gato Chanchu, a la vez único testigo del hecho, porque la ventana la dejamos abierta para que él pueda hacer de las suyas por los jardines del vecindario. El tema es que nadie que conozca a Chanchu puede echarle la culpa de algo. El tipo es un amor.

En los hechos la sacamos barata y, a pesar de todo lo desagradable de la intrusión, no pude evitar pensar en los ladrones, casi como en un film de Woody Allen, abriendo cajoncitos que aparentan guardar plata y encontrar viejas monedas de todo el mundo, o baúles y encontrar cartones y papeles para reciclar, o alajeros llenos de lavanda, o billeteras vacías. Eran ladrones menemistas: se llevaron dos laptops y dos cámaras, pero dejaron violines, cámaras antiguas y hasta una super8.

Lo más destacable es que tuvimos cuatro contactos con la policía a raíz de eso: vinieron a los cinco minutos de denunciar el ilícito, al otro día la forense (piercing incluido) recolectó las huellas con su gabinete mágico portátil, después nos visitó un asesor de seguridad que nos aconsejó cómo cuidar la casa sin hacer de ella una prisión (ésa fue nuestra consigna) y finalmente un policía local, asignado para la manzana donde vivimos (éste con tatuaje), se presentó y se ofreció para cualquier problema que tengamos. Todo eso sin contar las cartas que recibimos de un departamento de apoyo a las víctimas de crímenes y bla bla bla. Bué, la cuestión es que yo terminé soñando que me hacía voluntaria de la Metropolitan Police.

- Que fui a la manisfestación contra el G20 y me sentí como en casa después de mucho tiempo. Me puse a pensar que hay mucha gente en Londres con ideas humanistas, solidarias, profundas. No es sólo Oxford Street, después de todo. Qué bueno.

- Que me indigné cuando supe del chabón que en esa manifestación, sin comerla ni beberla, ligó un golpe por la espalda de un cana y terminó muriendo. En esos días todos nos acordamos de Menezes ( y yo de Kosteki y Santillán).

- Que volví a mi salida preferida, cada vez menos preferida: el supermercado. Y descubrí que la crisis llegó a Inglaterra y que los chantas ya estaban hace rato (otra forma de sentirme en casa). Una caja de seis barritas de cereal, que el año pasado costaba una libra, ahora cuesta 1,78. Pero lo peor es que trae CINCO barritas! Yo pensaba que esos viles trucos eran propiedad intelectual argentina, pero no.

- Que hubo muchos días fríos y lluviosos, pero también una semana seguida de sol, sol, sol. Así, casi furiosamente, como una revancha. Y todos nos sentimos energizados y llenos de poder. Lindo.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Volver

Mi vida está oficialmente fragmentada: un patchwork de ciudades, idiosincrasias, climas, gente, rutinas. O también podría pensar que (con un poco de suerte) he pasado de vivir un tiempo lineal, aquel de la Modernidad, a vivir un tiempo premoderno, cíclico. Ya no hay más sucesión convencional de etapas (en un mismo lugar) sino, más bien, una circularidad (verano argentino- primavera verano otoño inglés-verano argentino) que alterna el campo y la ciudad, lo archiconocido y lo todavía extraño.

Hace dos semanas estaba nadando al sol, subiendo sierras y enyoguizándome a más no poder. Volví a Londres hace diez días y lo primero que hice fue pescarme una gripe macha. Como para que quedara claro que es otro cuadradito del patchwork.

miércoles, 4 de marzo de 2009

El nombre es la cosa que el nombre nombra

Lo de que vivo en la calle Falkland no es joda. Es así, nomás: Falkland Road. Ahí está la casa (de toda la vida) del milonguero que encontré en Salón Canning el 28 de julio (cumpleaños de mi vieja) de 2006. Justo ahí. Yo que no tenía la mínima simpatía por Inglaterra, que había llevado “fidedos” al jardín de infantes cuando las colectas para los soldados en Malvinas, que de inglesa lo único que tengo es que fui nombrada en honor a Florence Nigthtingale (de chica mi mamá había leído sobre ella en “Lo sé todo” y quedó fascinada).

Bueno, la cuestión es que vengo a parar acá, siendo que para mí siempre tuvieron mucha importancia los nombres de las calles donde he vivido. Aunque no haya tenido suerte, porque nunca me tocaron esas calles tipo “Mahatma Gandhi” o “Federico García Lorca”, al menos puedo decir con orgullo que nunca viví en “Ramón Falcón”.

Hay algo curioso con el nombre de una calle como representación de otra cosa. Tengo un amigo que después de pasar un tiempo en Playa del Carmen, soñaba con volver a México. Y volvió: a México y Perú, el día que se mudó a San Telmo. Tuve un profesor, semiólogo él, que se compró una casa en el Pasaje Del Signo, en Palermo. ¿Destino o casualidad? Chi lo sa.

Pero la anécdota más linda es la que protagonizó mi suegra con un grupo de amigos (muchos, latinoamericanos exiliados) en Londres en el ’82. Intelectuales, artistas, bohemios, pergeñaron un golpe comando para cambiar el cartel de la esquina de “Falkland Road” por “Malvinas Road”. El plan no llegó a concretarse, pero igual me encanta la historia.

jueves, 19 de febrero de 2009

(Mi) historia (personal) de las ciudades (parte II)


Cuando la conocí me pareció cruda, sombría, industrial. Casi inhóspita se me hizo Londres a primera vista. Hubo algo que me atrajo de todo eso, sin embargo. Algo que desafía y estimula mi instinto de supervivencia. Como si fuera glorioso atravesar un invierno infrahumano y salir indemne. O resistir estoicamente la secuencia infinita de días grises y paredes hollinadas.

Después visité París. Donde la Historia cae con el mismo peso específico que sobre Londres, pero con más calidez, magia, elegancia (y snobismo también). La perfecta escenografía de un argumento romántico. Aunque algunas grietas se vislumbran en esa fachada (los orinales de facto debajo de los puentes del Sena, por ejemplo), el aire es sofisticadamente bohemio.

Londres, ya lo he dicho, es desbordadamente punk, con sus borrachos, sus avatares climáticos, su knife crime, su moda mish mash, hasta con su acento cockney. La vida parisina es más liviana, a mis ojos. Me imagino que si se puede sortear esa pose pseudo intelectual, tan egocéntrica como la argentina (por algo éramos la París de Sudamérica), el sol, los cafecitos, las panaderías, las pequeñas galerías de arte le deben facilitar a uno la existencia. Muy de turista, mi mirada. Au revoir!

martes, 27 de enero de 2009

(Mi) historia (personal) de las ciudades (parte I)

Desde las elevaciones geológicas y la chatura mental de Tandil, la Capital aparecía como “la” meta para mí a mis 18. Me acuerdo de la excitación de vivir en una ciudad donde la gente en la calle no se conocía. Y del asombro de que pudiera haber tantas personas, y todas con caras diferentes. Me parecía que entre semejante multitud lo más normal hubiera sido que se repitiera algún rostro cada tanto.

Por supuesto que el enamoramiento, ese estado de admiración, no duró los trece años que viví ahí. Tuve que encontrar otros motivos, otros anclajes. Lo primero fue la bici. Andar la ciudad como si fuera su dueña: independiente, poderosa, una amazona urbana. Cuando ya estaba nuevamente hastiada del ruido, la mugre, el humo y de muchos porteños… llegó el tango. Que, según dicen, espera por vos. Parece que yo también lo había estado esperando.

Entonces Buenos Aires fue mi lugar en el mundo otra vez. Y el lugar de todos los tangos que bailé. Hay un ritual porteño tanguero que no puede exportarse, que necesita esas calles, esas milongas, esos bares, esos bodegones, no otros. Una experiencia que requiere de poder sentarse a comer una pizza a la madrugada, escuchar una orquesta en la calle, milonguear en las barrancas de Belgrano o en un club de barrio (y en zapatillas).

Y así como el tango me devolvió una experiencia de placer urbano, también me invitó a dejarla y seguir hasta Londres a un porteño que se hace el extranjero (¿quién inventó eso de que el lugar de nacimiento define la nacionalidad?). Pero eso es otra historia, otra ciudad.

sábado, 17 de enero de 2009

Gente como uno

Me tomo el 152 a Olivos (la geografía en este caso no es un detalle menor) y al lado mío, una señora que charla con una piba más joven, sentada atrás. Por el devenir de la conversación, me da la impresión de que se acaban de conocer, tal vez en el mismo colectivo.

Y a medida que la más vieja habla, me voy encontrando con un tipo argentino (uno de los tantos), con un modelo para armar que había olvidado, o querido olvidar. Tanto espanto me empuja a sacar mi libretita y empezar a anotar (en clave para que la vieja no se dé cuenta) algunas de sus máximas. Las comparto con ustedes:

“En los hospitales de la ciudad sólo el 20% de la gente que se atiende son argentinos. El resto son todos chinos, bolivianos, peruanos…”
“Lo que le hicieron a Macri en la Villa 31 fue terrible: ahí viven sesenta mil personas, pero le llevaron cien mil más para que nos los puedan sacar. Si yo fuera Macri, voy con las topadoras”
“Se sabe que el dólar real está a 6 pesos, no a 3”
“Yo no entiendo cómo los chicos que toman paco lo siguen tomando sabiendo el daño que les hace”.

Como verán, en algunos casos no se trata sólo de la actitud reaccionaria por excelencia, sino también de la apoteosis de la ignorancia. Bueno, tal vez la primera no podría existir sino fuera por la ayuda de la segunda. Postales (parciales) argentinas.

lunes, 5 de enero de 2009

Construir, habitar, pensar

Siendo, como soy, una muchacha tandilera (casi un salamín, hija dilecta de ese paisaje western), no pude menos que fascinarme con los edificios de Buenos Aires cuando me tocó dejar el nido matriarcal. El ejercicio de mirar para arriba no existe en las chatas ciudades bonaerenses.

Así que cuando llegué a Londres, imagínense: aluciné con las casas, con los barrios. Esas casitas inglesas, construidas en altura, angostas pero con varios pisos y desniveles, escaleras de madera, puertas con llamador, pisos de pinotea… me sentí dentro de una novela de Jane Austen (tráiganme a Darcy).

No es algo exclusivo de los barrios ricos. Más bien es una cuestión de grados. A esa linda casita se le agregan metros, columnas, jardín… pero la base es la misma para todos: buen gusto, buenos materiales, buena construcción.

Un tiempo después, cuando salí un poco de Falkland Road hacia el mundo exterior, me encontré con unos monoblocks horribles, bastante dispersos por toda la ciudad. Mastodontes de ladrillo visto y ventanitas minúsculas. Muy feos. No podía entender cómo Londres era capaz de semejante muestra de belleza y, a la vez, de esa expresión de lo más podrido.

Me explicaron que fueron hechos después de la guerra, en áreas donde los bombardeos habían destruido todo (recuerdo que ese día, en esa charla, tomé conciencia de que vivía en una ciudad que había experimentado la guerra). Ok, así sí, se comprende que usaran lo más barato para edificar.

Pero me quedo con la duda… ¿podrían haber hecho algo más humanizado? Tal vez no fue una cuestión de plata, sino de pathos. El espíritu deprimido de la posguerra devorándolo todo, hasta la mente de los arquitectos. Sí, me gusta más pensarlo de esta forma.